#/ Cuento / Viejo disco noventoso.
Un cuento fono erótico estético esotérico. Atención: es un cuento erótico, y por lo tanto hay escenas de verdades no explícitas.
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yer vino mi anti ciudadana uno y tuvimos libídine, un poco de género. Me bebió de las manos que denominan criollamente “ausencia” como una pendeja, como una impostora en sus términos. “esta vez vas a ver que sincera soy, una inconsciente”, ante un desafío de psicología inversa porst-suburbio paupérrimo de masas que apliqué. Sugestiona y verás me dijo Nietzsche en un sueño. Me hizo como se dice en la jerga rumiante un estropajo. Soy un inmoral? No me importa, todos hablan mal de uno siempre. Ella tiene los ojos verdes, la piel blanca como la emulsión y es medio castaña cascarabias. Cuando me hacia el denominado multicolor del alam me miraba con esos ojos de párvula y la atraía como si fuese una bebé que se hurta la espontaneidad, en sus palabras posteriores. Hacía emoticones con su labial. Se relamentaba como si estuviese comiendo un helado de su sabor predilecto, tortura. Es tan extraño asociar el sabor tortura y un helado con su cara de mediterránea auto insuficiente con las concavidades un poco híspidas (que a modo de gracia me exibía en confianza para hacer alarde de su humor contagioso), con sus pelos rizados, una falda cuadrillé, un retazo debajo de la mentira, redes de discípula carmesíes, una camisa que marcaba los valores pequeños, pero a la vez bastos como para una buena lágrima franca que todos mis adictos me incitaron a denominar en un diccionario histórico. Sos lo mejor que me pasó.

Ella decía de falsa santa nomás que es, “paulatinamente” “con pulcro”. Luego del tercer serrín, estábamos en el llamado lo que nos ata, nos desune. Me miraba como si fuese su estatuilla, Angustia, un gato negro de ojos verdes que rondaba por el cuarto. En vez de indicios ella tenía un lunar. Me miraba y agradaba mi pócima de letras. Decía que sabía a un libro con olor a frutilla en sus hojas, curiosamente. De Zapaquilda pasó a ser su podenca, Muerte, que estaba en celos. Observó y se puso a recortar muy suavemente haciendo silbidos ásperos como si estuviese cavilando un niño de los que siempre disipa cuando vamos a comprar cuentas pendientes para sus ojos. Pará, tomé unos mates en su casa y no tuve más remedio que zanjar en su fisonomía de infanta que me miraba con sus lagañas dilatadas. Tenía en su idioma mi hipocresía. Insultó muy poco, porque es obvio no les asincera, pero lo hacen de hostigadoras que son para complementar el triste acto provechoso de la raza humana símil a de nuestros parientes los políticos animales. Hizo de cuentas como si tuviese la pluma cargada de tinta y hacía como que caía humor de suspensión de su dialecto y gestaba como una punkie pop a lo Patti Smith. Tal como lo vió en una cinta, impúdica gorrina que me robó, por lo que me abofeteó. Yo nunca fui bueno en el juego de la mancha, eso creo. Todos dicen “yo siempre comulgué”. Yo no sé. Ellas o ella sabrán. Jamás a la incité a que escribiera, pero insistió, que es parte de olvidar un rato las penas capitalistas. Y yo, un hijo de punga, idiota preguntando “¿quién mató a la pintor?” hmmm sí. Diablos. Se recostó entre los abrigos azules un poco gastada por una lisonja económica que promocionaba el desafío de la blancura de su piel de retoño anoréxico. La ventana estaba cerrada pero el vidrio daba al acelerado octubre que amenza con entregar todo o renunciar a todos los papeles cotidianos, el de ciudadano, el de huelguista, el de pobre, el de burgués, el de marginado. Dos marginados fríos e incómodos y divertidos a la vez.

Podía haber estado al final de ese último estallo abrazado a ella a su rostro sonriente humedecido (y a propósito!). Fumar mirando el techo, su aparador lleno de tinturas, fotos familiares, fieras, discos de rock fangal (le hice escuchar Placebo y me dijo que le pareció a Green Day?). Le regalé uno de Arcade Fire que nunca escuchó y tuvo otro destinatario, así que no estaba encima de su grabador como sí lo estaba un disco de la Renga ; pero yo no fuí. Me quedé como sentado de cuchillas en la pequeña cama de una plaza con las manos en respaldo de la cama que da a los pies, ella sí fué. Recostada como toda adolescente adulta que tiene el privilegio de estar semi torcida en su almohadón de plumas de acero sin que la tilden de deambula. Es histórico. Al menos, eso me hicieron creer los demás ladrones de corazones, incluyendo los medios. Los medios esos no, los otros medios.
[Quiero leer un cuento de Horacio Quiroga, un Cuento de Amor, Locura y Muerte bajo luces de velas, en una noche fría de Mayo, en mi casa otoñal, esperando a que regrese la luz. Quiero besarte bajo la frazada de planchar, vestidos de época colonial, sentirme un niño que lee un cuento de suspenso y juega con las luces y sus sombras, mientras come una rica cena. Quiero besarte al cuello, por ternura, como mi otro yo. A veces también quisiera ser vos, para saber qué se siente. Te siento. Te deseo. Te deseo.]
Quería estar así como para tirarme a su parva, para comprenderla prefiero eso. Esa sensiblería barata en vez de abrazarla a la Chuck Norris , puesto que ese desgaste me permitiría recordarlo todo mientras pongo rec. en mi cabeza para luego, cuando me sentía solo y triste en el colectivo, viajar al paredón de la muerte. Escuchaba Pulp y los Strokes en un celular dado por la empresa de la compañía sin logo after de que me robaran en la esquina de mi casa dejándome el ojo morado. Es una de cal y una de arena. Si escribía un cuento tan cruelmente sutil las letras me iban a odiar, así que el universo hizo lo del ojo sangrando. El universo es sabio. Si tuve su vida en mis manos y que tanto deseaba, me hacía sentir culpa disfrutar la fresca de las hojas verdes de los árboles durante la madrugada. Alguien tenía que darme mi merecido. Y de hecho los árboles creen que somos unos carnales, tal vez tengan razón ¿Serán ellas las salvadoras del mañana? Sí. ¿Y quién nos acurrucará sin pedirlo? Me da miedo sentir que ya no existe el amor, cada vez que escucho el Mp3 se reproduce The Strokes y algún que otro tema de Pulp. Recuerdo esas tardes, esa tarde, me imito como un Jarvis Cocker y pienso, “me da miedo sentir que el amor ya no existe”.
Jonathan Víctor Agüero Cajal.
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